Quedé un poco atónito a la vista de aquella mujer cuando entró, con paso lento, firme y gracioso, ladeando un poquitín la cabeza, en actitud de desdeñosa interrogación. No era de espigada estatura, pero extraordinariamente hermosa; aunque quizás no sea este el adjetivo que le hacía justicia. Poseía esa clase de belleza sutilmente exótica que vemos en los retratos de Carracci, el mismo que dulcificó la severidad de los de Leonardo y les dio a la vez intimidad y aire decadente.
Sus ojos eran negros y no muy apartados el uno del otro; su nariz recta, delicada, respingada y su frente, espaciosa. Sus labios, plenamente sensuales, parecían casi cincelados, de tan marcadas que eran sus líneas, y su boca estaba revestida de una sonrisa un tanto enigmática. Su barbilla, redondeada y firme, daba la impresión cuando se la examinaba con independencia de los demás rasgos faciales, de ser un poquitín maciza; pero esa impresión desaparecía en la armonía de su ser, única, singular.
Había en su porte sensación de firmeza de carácter y cierta arrogancia; pero debajo de aquel exterior tranquilo, pausado, le adivinaba posibilidades de enérgicas emociones. Sus prendas de vestir armonizaban perfectamente con su cuerpo y su personalidad; dentro del estilo convencional, eran vistosas, sin ser extravagantes y un toque de color y de originalidad en los detalles le confería una fascinadora elegancia.
Sus ojos eran negros y no muy apartados el uno del otro; su nariz recta, delicada, respingada y su frente, espaciosa. Sus labios, plenamente sensuales, parecían casi cincelados, de tan marcadas que eran sus líneas, y su boca estaba revestida de una sonrisa un tanto enigmática. Su barbilla, redondeada y firme, daba la impresión cuando se la examinaba con independencia de los demás rasgos faciales, de ser un poquitín maciza; pero esa impresión desaparecía en la armonía de su ser, única, singular.
Había en su porte sensación de firmeza de carácter y cierta arrogancia; pero debajo de aquel exterior tranquilo, pausado, le adivinaba posibilidades de enérgicas emociones. Sus prendas de vestir armonizaban perfectamente con su cuerpo y su personalidad; dentro del estilo convencional, eran vistosas, sin ser extravagantes y un toque de color y de originalidad en los detalles le confería una fascinadora elegancia.
Inclinó imperceptiblemente la cabeza, mirando dónde se sentaría y lo hizo en una silla contigua. Su voz, grave y sonora, era la de una cantante diestra en su arte. Mientras me hablaba sonreía, con una sonrisa sin cordialidad, fría y distante, a pesar de lo cual tenía cierta gracia, calidez y picardía de complicidad.
Luego, sutilmente me preguntó: -Puedo fumar?
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